Soledad e hiperconectividad

Últimamente soy partidario de cierta sensación de soledad. Y es que en ella hay ventajas que, so pena de olvidar algunas de sus variables, se podrían enumerar:

  1. No compartir preocupaciones innecesarias
  2. Degustar el silencio de las ideas y las palabras escritas 
  3. Tiempo para tareas y cumplimiento de metas
  4. Minimización de esfuerzos sentimentales
  5. Realización de objetivos personales

Y hay un largo etcétera que se podría concatenar. Pero la idea más fuerte para volver a las lógicas existenciales de lobo estepario son que, a veces, forzar la noción de «colectividad» o, mínimamente, de «unión temporal entre dos», trae consigo grandes desagradecimientos que envenenan el ánimo y hacen trastabillar al más deseoso de amplios planes que superan con creces los del deseo personal.

¿Es posible la colectividad en tiempos de hiperindividualización tecnológica? Ahora, pensaría que es difícil conseguirla. En tiempos en que las redes sociales conectan permanentemente a las personas, se hace cada vez más tediosa la relación interpersonal de forma física. Es suficiente con un par de reacciones a nuestras publicaciones en Facebook, Twitter o Instagram para que una persona se agote de las palabras que alguien pueda ofrecer, así, sin más.

Quizá ya me inyecté mucha teoría de Byung-Chul Han. O del existencialismo francés (aunque ahora suene anacrónico invocarlo); sin embargo, cada vez le encuentro más sentido a las palabras de Yulian cuando me decía que su abuelo era partidario de la filosofía de que «uno puede estar solo, incluso, estando acompañado». Entonces me pongo a pensar: ¿Hasta qué punto que cientos de personas vean lo que uno publica en WhatsApp es un indicador de compañía? 

Les cuento mi última infidencia reflexiva: pienso que es un indicador de la más fría y lúgubre soledad. También he llegado a pensar que aquél que sienta que en sus lista de amigos (digamos 3000) se halla el basamento de quienes le van a acompañar, aún tiene tiempo para empezar a dudar. La gente, en estos tiempos, sólo quiere ser espectadora pasiva de la vida de los demás. Tal vez no hay líder, influencer, político o celebridad que sienta una idea distinta a la que expreso acá. O sólo soy un egocéntrico que cree tener alguna respuesta sobre lo que se está cocinando en estos tiempos de hiperconectividad. 

No obstante, lo que observo es el crecimiento de la depresión a la par que el deseo de aumentar las amistades, seguidores, o programas que observar en alguna de esas impersonales redes sociales. Ese intento por querer encajar en alguna de las variables que componen el algoritmo es una muestra fehaciente de la soledad. ¿Por qué querer encajar? ¿Por qué ese desenfrenado deseo de que nos den like o me encanta? ¿De que alguien (¡Quién sabe quién!) suba una nueva película o serie al catálogo virtual?

La soledad en estos tiempos se pretende ocultar en la interacción inhumana de clicks que aúpen el ego de las personas. De cualquier forma, esa es la actual realidad global. Unos piensan que la forma es la aceptabilidad sensacional que posa a través de filtros de Instagram y que niega nuestras caras largas al estar solos en alguno de esos cuartos que componen las casas. ¡Que vean que no estoy solo! Aunque en el fondo se trata de mi perfil, mi historia, mi publicación: o sea, mi soledad. 

¿Podemos negar tan extraña situación de soledad indeseada? ¿Cada cuánto se darán los períodos de verdadera compañía que nutran las relaciones y depongan los egos sublevados? 

No estoy seguro, pero me aventuro a creer que no hay marcha atrás. Cada vez se hace más patente que la soledad es el estado psicosocial que rige esta época: ya no necesitaremos de los otros, o quizá sólo para pensar que hay un otro. Las IA comienzan a sustituir la compañía, hoy ya podemos charlar con una máquina que contiene toda la teoría psicológica mundial, cumpliendo satíricamente así el sueño de la total transparencia y la objetividad al hablar con alguien (o algo). 

He llegado a pensar que los métodos de la psicología y el psicoanálisis serán reemplazados de un humano sospechoso que piensa algo distinto a lo que egoístamente pienso, a un especialista robot remoto que analizará quién sabe a qué velocidad los postulados de la psicología existentes en internet, para brindar microdosis de terapia que consuelen a los profanos solitarios cada vez más apresados de esta globalmente solitaria red social.

Espero no sonar desesperanzado, porque no es el propósito de la materia. Ya reza el dicho que «la esperanza es lo último que se pierde». Creo que la lógica literaria de este escrito apunta a que, si la intuición no me falla, no sólo yo, sino parte de la humanidad (diría Cabral que lo que me está sucediendo a mí le está sucediendo al mundo) se halla atrapada en un despeñadero de soledades que no es precisamente deseada, sino configurada por algún freek de la tecnología hegemónica que tiene en la mente separar las voluntades humanas de su fuego más radical: la compañía. 

Convertida en teoría y práctica de uso indefectible (¡Y a veces indetectable!) de la humanidad en estos tiempos de globalidad epistemológica imperial, la compañía interpersonal se ha tornado en las vidas de los más en pura pasiflora que adormila las ansias de soledad. ¿A qué le apunto con esa sentencia? Al hecho vulgar de que nos acompañamos para estar solos, de que hoy se busca, se pretende, una conversación tautológica con los otros, y ante la imposibilidad, volvemos a nuestros remotos amigos digitales que, poco o nada, pueden hacer para ayudarnos a cambiar. Es el conservadurismo sembrado en el alma. 

Pero hay resistencias, y de eso también podemos hablar.

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