Amnesias, recuerdos y despertares de la ley de lenguas en Colombia

Desde el 25 de enero del año 2010 entró en vigencia la Ley de Lenguas[1] la cual desarrolla los artículos 7, 8, 10 y 70 de la Constitución  Política y dicta normas sobre el reconocimiento, fomento, protección, preservación y fortalecimiento de los idiomas de los grupos étnicos, sobre sus derechos lingüísticos y los de sus hablantes.

Tuvimos que esperar varias décadas para que el Estado entrara en razón y estableciera un canon de regulación para nuestra realidad plurilingüe; la cual es muchas veces olvidada por la mayoría de la población que cree que el español es el único vehículo de transmisión y de cohesión culturales.

De manera deliberada con distintos grupos étnicos esta iniciativa del Ministerio de Cultura, en cabeza del profesor Jon Landaburu, salió a la luz pública luego de concurridos debates, al tenor de miles de preguntas suscitadas por el texto borrador. Así, discusión tras discusión, se dio paso al articulado definitivo.

El contenido de la Ley reafirma la igualdad y la cooficialidad de las lenguas indígenas y criollas, al tiempo que introduce la romaní como elemento del repertorio lingüístico nacional. Todas, sin duda, son ideas loables, pero poco aplicables en las estructuras paquidérmicas de un Estado olvidadizo del bienestar de los que no se expresan en español por defecto.

Recuerdo claramente sus cinco títulos: I) Principios y definiciones; II) Derechos de los hablantes; III) Protección; IV) Gestión de la protección; Transitorios. Todos ellos, guiados bajo el principio de la concertación y del apoyo de los entes gubernamentales, favorecen de jure condiciones de uso y de mantenimiento de los distintos códigos verbales desde una perspectiva de igualdad, respeto y valoración de la diversidad y la inclusión.

La prosa del articulado es progresista y llena de lugares comunes. Resulta tan romántica que facilita su recordación con tanta ensoñación.

En sí, esta norma representa una desiderata democrática del mismo corte de la Ley General de Educación que introduce categorías tan difíciles de asimilar en la escuela pública, como el caso de la “autonomía escolar”. Esto conlleva a que su aplicación, en conjunto, riña entre las concepciones de los agentes educativos de los territorios y el complejo universo de referentes curriculares nacionales que, sin el acompañamiento técnico de las entidades territoriales, resulta siendo un ejemplo claro de desorientación formativa.

Estas perlas reglamentarias son más bien quimeras. Ninguna es distinta del conglomerado de políticas estatales que han tenido estelares apariciones y con desenlaces más bien discretos, por no decir que fracasados.

Es así que, luego de 13 años de olvido sistemático, la brecha del dicho al hecho nos ha quedado tan grande que, sin mirar muy lejos en la tradición leguleya colombiana, toda la ilusión alguna vez suscitada por la Ley se ha convertido en un saludo a la bandera que nutre ya desbordado acervo de preceptos inoperantes.

Cosa mala, pero es real. Como lingüista veo a diario fenecer de apuestas tan o más idealistas que la que motiva estas líneas. En efecto, el desatino de la Ley se incardina en negligencias que van desde fallas estructurales en la orientación sobre plurilingüismo en su dimensión escolar, así como los intentos infructuosos de formación del magisterio bilingüe, hasta el abandono de los seguimientos a procesos etnoeducativos serios sobre el mantenimiento lingüístico e igualitario que debería incluir la enseñanza concertada de español como segunda lengua y sus avances recientes de la lingüística aplicada.

Ni qué hablar de la falta de formación de lingüistas de terreno que continúen labores de descripción al tenor de los avances metodológicos y epistemológicos vigentes, los cuales no pueden llevarse a cabo por muchas razones que son motivadas por políticas de no inversión. Una de ellas, si no es la principal, es la extinción de la última generación de expertos en etnolingüística formados en el postgrado ofrecido por la Universidad de los Andes.

La cruda realidad de estos investigadores es que no dan abasto para instruir en la técnica ni análisis de datos, ni mucho menos en la promoción de con fines educacionales y sociales. La crisis está viva. Landaburu, el líder natural del movimiento CCELA ya casi ni aparece en el escenario.

A esta poco afortunada situación le acompaña una voluntad política de estado orientada hacia el monolingüismo hispano de facto con estrategias que invisibilizan la riqueza lingüística nacional.

¿Será que estoy muy defenestrado? ¿O más bien estoy diciendo algo que parece obvio y que no se menciona?  ¿O nadie se está dando cuenta? Diría que, en vez de llorar sobre la leche derramada, estamos llamados a hacer y no pensar más. Let’s be the doers! Así, agremiarnos, construir acuerdos y trazar rutas iniciales son las acciones perentorias.

La dificultad no puede seguir tan oronda ni nuestra universidad tan ajena. Ya hay gente en Bogotá como la Red Juvenil de Disertación sobre la diversidad lingüística. Los conozco bien así como sus ilusiones para liderar y convocar. Y, por lo menos yo en el Magdalena ya estoy enredado en esta aventura para aportar desde lo local a la mitigación de la parvedad que nos momifica y condena.

¡A despertar de la larga amnesia porque el futuro es ahora y no nos perdonará más omisiones!

 Mg. Alfredo Jaime Hernández Abella

Investigador Grupo Oraloteca

Universidad del Magdalena

ahernandeza@unimagdalena.edu.co


[1] COLOMBIA, Congreso de la República, Ley 1381 de 2010

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