En 1925, un grupo de pescadores y cazadores decidieron asentarse en tierras cercanas a la Ciénaga Grande de Santa Marta, a pesar de que gran parte de ellas eran salitrosas. En sus inicios, la comunidad estaba conformada por apenas seis casas de barro, construidas con madera de uvito y palma de vino, levantadas junto a un pequeño arroyo de aguas cristalinas que nacía del Río Sevilla. Por la belleza del entorno algunos decidieron llamar al caserío Caño Bello. Sin embargo, el nombre no tardó en generar disputas, ya que algunos pobladores consideraron que hacía referencia a los Bellos, una de las familias fundadoras, lo que no fue bien recibido por todos.

Como en toda tierra que renace, las festividades no podían faltar. Por decisión unánime, la comunidad escogió el 8 de diciembre como su día de fiestas, en honor a la Virgen de la Inmaculada Concepción, influenciados por la tradición de la popular “vallenata del caserío”. Estas celebraciones propiciaron la llegada de los primeros sacerdotes católicos a la comunidad. Uno de ellos bautizó el caserío con el nombre de “Caño Mocho”, al considerar que el recorrido del cuerpo de agua era demasiado corto. Su decisión fue bien recibida por los habitantes, porque provenía de una autoridad religiosa. Hoy en día, ese es su nombre. Con el tiempo el caserío se fue expandiendo gracias a la llegada de personas aledañas de los corregimientos y de otros departamentos, especialmente de Bolívar.

Las influencias ideológicas y políticas no tardaron en aflorar, Caño Mocho se identificaba como rojo-liberalista y este mismo impulso, en ese entonces, fue el que les permitió gestionar la maquinaria de la “Frutera de Sevilla” para la adecuación y dragado del arroyo que para tiempos de invierno inundaba las casas y la calle. Esta intervención generó que las dimensiones del arroyo crecieran, lo que ameritó la construcción de un puente que conectara con el camino de comunicación a las otras poblaciones, entre esas la joven población de Palomar. El puente fue hecho de tablas, tablones y perfiles de madera de robles amarrados con pitas y alambres que, con el tiempo, debían ser reemplazados debido a su uso. Había inviernos en los que las crecientes se llevaban partes del puente y también debían ser añadidas por la comunidad.

Este puente siempre ha estado acompañado de un árbol de mango de chancleta, el cual fue escenario del canto de las brujas y aparatos como la lamparita durante las noches oscuras y silenciosas del caserío. En la mitad del puente también se veía a una mujer vestida de blanco, levitando y exclamando por sus hijos. Además, se veía a un enorme perro con ojos de candela, casi del tamaño de un burro merodeando esa zona.

Con el tiempo, los terrenos baldíos alrededor de Caño Mocho fueron ocupados por terratenientes, quienes los destinaron a la ganadería y el cultivo de palma de aceite. Muchos habitantes del caserío, en busca de sustento, comenzaron a trabajar en estas actividades, convirtiéndose en parte fundamental de la economía de los cañomocheros. A pesar del auge de la agricultura aledaña y los esfuerzos de la comunidad para gestionar la construcción de un nuevo puente, ningún latifundista contribuyó a su edificación; aún se seguían presentando accidentes en la que se veían incluido niños y jóvenes quienes sufrían dislocamiento de tobillos o raspaduras en las piernas. En una ocasión, durante una fuerte crecida del caño, un niño cayó al vacío a través de una de las hendijas del puente, gracias a la rápida reacción de la comunidad, lograron rescatarlo con el uso de cabuyas, evitando una tragedia.

Con la llegada de los primeros grupos paramilitares a la Zona Bananera, uno de ellos se estableció en las cercanías del caserío. En un intento por ganarse la confianza de la comunidad, emprendieron la reconstrucción del puente, reforzándolo con tablones y bases de tubo de concreto. Sin embargo, con el tiempo, los habitantes descubrirían el verdadero propósito de esta obra: facilitar el paso de los pesados vehículos de los paramilitares. A través de ese puente, no solo transitaron sus camiones, sino también innumerables víctimas, muchas de ellas maniatadas, arrastradas, vivas o muertas con cadenas, marcando así una de las épocas más oscuras de Caño Mocho. Durante ese tiempo, ni las brujas o aparatos se atrevieron a salir, algunos afirmaron que se debió a que, “los paracos eran la representación del Diablo y para que más”.

Una mañana, corrió el rumor de que los paramilitares asesinarían a todos los hombres del caserío durante la noche. La comunidad recuerda aquel día como uno de los más angustiosos de su historia. Ante el temor, muchos huyeron en la tarde hacia los montes, ocultándose entre la maleza, mientras que otros buscaron refugio en la cima de los árboles y debajo del puente, donde soportaron la mosquitería o posibles picaduras de rayas. El puente, principalmente, fue en esos momentos de angustia un lugar donde la gente compartió su miedo en silencio, donde se consolaban unos a otros con gestos y palabras de aliento. Allí los hombres en especial se unieron, buscando sobrevivir juntos a una amenaza que parecía inminente. Fue un refugio improvisado, donde la esperanza de ver un nuevo día mantuvo a muchos en pie.

Numerosas historias y recuerdos giran en torno a este viejo puente, que aún se mantiene en pie, aunque en un estado deplorable. Sus tablas y tablones, apenas sostenidos por alambres de púas y postes de energía eléctrica reutilizados, evidencian el abandono y la indiferencia de las autoridades. Sus bases, desgastadas por el tiempo y la falta de mantenimiento, amenazan con colapsar en cualquier momento, poniendo en peligro a quienes lo cruzan a diario. Para los habitantes del caserío, esta estructura no es solo un paso obligatorio, sino el símbolo más evidente del olvido por parte de las administraciones locales, que durante años han ignorado sus necesidades.

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