La bonanza marimbera en Santa Marta: entre oralidades folclorizadas y realidades sin explicar.

«La violencia que en el pasado fue legitimada continúa siendo formadora de la gramática en que se forma la subjetividad masculina.»

Rita Laura Segato

La idea de la «banalidad del mal» de Hannah Arendt puede asociarse con la folclorización de la bonanza marimbera en el Caribe colombiano, al considerar cómo un fenómeno violento y devastador fue normalizado y hasta romantizado en la cultura popular. Durante la bonanza marimbera, el narcotráfico trajo consigo violencia, corrupción y una alteración profunda del tejido social. Sin embargo, con el tiempo, este período se transformó en parte del folclore, donde los «marimberos» se convirtieron en figuras casi míticas, representadas en canciones, anécdotas y leyendas, muchas veces desvinculadas de la crudeza de sus actos.

La banalidad del mal, en este contexto, se refleja en cómo la sociedad, al convertir en leyenda o cultura popular una realidad tan oscura, pierde la capacidad crítica para cuestionar el impacto real de estos fenómenos. La violencia y el crimen se trivializan, volviéndose parte de un relato colectivo que, en lugar de reflexionar sobre las consecuencias éticas y sociales, se enfoca en la narrativa superficial. Así como en el caso de Eichmann, donde el mal se ejecuta de manera «banal» bajo la apariencia de normalidad y rutina, la folclorización de la bonanza marimbera muestra cómo una sociedad puede normalizar y hasta celebrar aspectos de su historia que, en realidad, están marcados por el sufrimiento y la injusticia.

La «banalidad del mal» se refiere a cómo personas ordinarias pueden cometer actos terribles no por una maldad inherente, sino por conformismo, falta de pensamiento crítico y obediencia ciega a la autoridad. En esencia, Arendt sugiere que el mal extremo puede manifestarse de manera mundana y burocrática cuando los individuos renuncian a su capacidad de juicio moral.

En una sociedad patriarcal e incestuosa como la que describe Gabriel García Márquez, la noción de «economías morales» se refiere a los sistemas de valores y normas que las comunidades desarrollan para organizar sus vidas, particularmente en ausencia o debilidad del Estado. Estas economías morales, basadas en relaciones de poder, jerarquías familiares y códigos de honor tradicionales, tienden a operar en paralelo o en oposición a las leyes y estructuras formales del Estado.

En este contexto, el concepto de «economías morales» en una sociedad patriarcal se entrelaza con prácticas como el clientelismo, la lealtad familiar y la violencia como mecanismo de control social. Estos sistemas crean una realidad en la que las normas del Estado formal pierden relevancia, y la vida cotidiana es gobernada por reglas y valores impuestos por los «parestados» o grupos de poder alternos, como familias dominantes, caciques locales o grupos armados.

Cuando García Márquez se refiere a una sociedad incestuosa, subraya la idea de que estas relaciones cerradas y endogámicas perpetúan estructuras de poder donde el cambio es casi imposible. El poder se concentra y se reproduce dentro de estos mismos círculos, resistiendo la influencia de un Estado que podría imponer normas más inclusivas o democráticas.

En este tipo de sociedades, los «parestados» (entidades de poder fuera del control estatal, como los grupos paramilitares o narcotraficantes) asumen funciones que, en un Estado de derecho, serían del gobierno: administran justicia, imponen orden y distribuyen recursos. La gente, en lugar de recurrir al Estado para resolver sus problemas o disputas, se dirige a estos actores, quienes operan bajo una lógica de reciprocidad y control basada en la fuerza o en la protección.

Hannah Arendt escribe: «En realidad, en todas las empresas ilegales, delictivas o políticas, el grupo, por su propia seguridad, exigirá que cada individuo realice una acción irrevocable con la que rompa su unión con la sociedad respetable antes de ser admitido en la comunidad de violencia. Pero una vez que un hombre sea admitido, caerá bajo el intoxicante hechizo de la práctica de la violencia [que] une a los hombres en un todo, dado que cada individuo constituye un eslabón de violencia en la gran cadena, una parte del gran organismo de la violencia que ha brotado.»

Así, las economías morales creadas por estas relaciones patriarcales e incestuosas generan un marco de realidad donde el poder se ejerce de manera personalizada y jerárquica, y donde la noción de justicia, orden y bienestar es moldeada no por el Estado de derecho, sino por los intereses y valores de los grupos dominantes que han suplantado al Estado en su función reguladora. Esto perpetúa un ciclo de violencia, desigualdad y dependencia que dificulta la construcción de una sociedad más equitativa y democrática.

La asociación entre eventos históricos como la masacre de las bananeras, la bonanza marimbera, la bonanza algodonera, la crisis de las grandes haciendas cafeteras, la persistencia del paramilitarismo en la Sierra Nevada de Santa Marta y el atraso de Santa Marta con las economías morales y la ausencia del Estado puede entenderse como un reflejo de la manera en que estas regiones han sido moldeadas por estructuras de poder alternativas y resistencias frente al Estado central.

Breve conclusión:

En todos estos casos, la ausencia o debilidad del Estado permitió que actores no estatales —desde corporaciones extranjeras hasta grupos armados ilegales— asumieran roles de poder y control sobre la sociedad y la economía. Las economías morales se construyeron y adaptaron en respuesta a estas dinámicas, configurando una realidad en la que el Estado formal se convirtió en un actor periférico, mientras que las reglas impuestas por los parestados y las élites locales definieron la vida cotidiana y las estructuras de poder. Esta realidad es un reflejo de la fragmentación del control estatal en la región y la necesidad de la población de crear sus propios sistemas de valores y normas para sobrevivir en un entorno marcado por la violencia, la desigualdad y la ausencia de justicia formal.

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