La educación una institución marginada…

Hipotéticamente la educación es un proceso por el cual los miembros de una cultura determinada aprenden y aprehenden todos los elementos que caracterizan a dicho proceso (lingüísticos, políticos, religiosos, éticos, morales, artísticos, sociales y filosóficos). Este debe ir estableciendo una relación directa y recíproca entre el desarrollo del individuo y su rol en la comunidad, dice Margaret Mead: “…En las sociedades pequeñas, los niños aprenden imitando a sus padres, parientes y vecinos”. Pero esta característica es apenas entendible en lo que la antropóloga (equivocadamente) llama sociedades pequeñas, debido a que la educación en los grupos indígenas es la clave misma para mantenerse como cultura independiente y autónoma. Al niño indígena, se supone, lo educan en su cultura y para su cultura.

¿Y en las sociedades grandes? Y más específicamente, en nuestra sociedad colombiana ¿cómo y para qué aprenden sus integrantes? Algunos antropólogos describen que la educación es un proceso que dura lo que dure el individuo, por tal razón es un proceso que está determinado por estatus o roles que van desempeñando en la sociedad; seguramente ellos se refieren en su trabajo a grupos en los cuales estos roles están diferenciados el uno del otro, es decir que en aquellas comunidades se demarca con un rito específico la transición de un estado a otro estado, la transición de la adolescencia a la madurez, la transición del niño al hombre, de la niña a la mujer, de aprender a saber, de conocer a reconocer, ritos que marcarán pautas de comportamiento y desempeño específico en su cultura.

El primer problema que se nos presenta en esta encrucijada es el uso mismo de los conceptos y su finalidad: erróneamente se ha confundido el concepto educar con el de enseñar, de la misma manera que se ha confundido el de cultura con el de saber, es bueno aclarar que en sociedades modernas como las nuestras enseñamos un saber, mientras que en las sociedades indígenas se educa en una cultura. Cuando decimos que en sociedades como la nuestra enseñamos un saber es porque en ningún momento la escuela ha sido creadora ni generadora de cultura, porque ella se ha convertido en un recinto en donde se dan cientos de conocimientos, que más tarde o más temprano (o tal vez nunca) los exigirá la sociedad como requisito, pero en ningún momento como un saber para integrarse a una cultura. 

Pero… de dónde venimos y para dónde vamos -parodiando al poeta Ruben Dario- de dónde venimos no tenemos ninguna culpa, para donde vamos creo que sí. Venimos y ya somos parte de una nación con un proceso de formación inconsistente, -históricamente hablando- inconsistente porque con el descubrimiento y la conquista se irrumpió en un desarrollo, que como todas las sociedades del mundo estaba en formación y esa irrupción generó una cultura nueva, inacabada, dudosa, permeable, con bases débiles, producto de la soberbia y la intolerancia del español y la incógnita y sorpresa del nativo, representadas en poco tiempo en casi todas nuestras instituciones. 

La institución educativa no escapó a esta hecatombe y se borró de la memoria colectiva todo lo que tuviera que ver con la cultura indígena o negra; la escolástica se apoderó de nuestro saber y generó los nefastos resultados que no hemos podido superar hasta hoy en día. La anticultura de la nemotecnia, de la memoria mecánica, sustituyó a la cultura de la reflexión generada por la experiencia histórica que también posee el mito. En ese choque desaforado de una cultura descompuesta como la de occidente contra una en formación como la nativa, no hubo espacios para el análisis de las consecuencias a posteriori (producto de la misma incapacidad de la cultura occidental para permitir que otros tuvieran un destino diferente al de ellos mismos) y ese a posteriori lo estamos comenzando a pagar nosotros. 

La cultura no es más que el termómetro del conjunto de saberes que posee una colectividad para su actuar común. Al sustituirnos la reflexión por la memorización, todos nuestros procesos terminaron siendo mecánicos, bancarios como dice Freyre. Los hechos religiosos terminaron por convertirse en hechos utilitarios: nadie reza o se acerca a dios sino tiene una necesidad; los hechos políticos terminaron por convertirse en objetos de color: lo azul y lo rojo, el rojo mata al azul y el azul al rojo, (por eso hoy a que tratar de matar al nuevo color que se filtró en nuestras realidad) es la historia y sigue siendo la historia de nuestros partidos; los hechos éticos terminaron por confundirse con los hechos morales  y los morales con los hechos cristianos y los no cristianos con el pecado y entonces somos una sociedad antiética, pecadora, doble moralista y procristiana; los hechos lingüísticos, un fenómeno tan dinámico en otras partes, terminó siendo un ente estático y hoy nos ufanamos de hablar un español más puro que el de Castilla, muestra inequívoca de nuestra incapacidad de reflexionar. Pero como decía Vargas Vila “No matéis la esperanza en el corazón de los hombres” y esa esperanza paradójicamente está en la misma institución que nos ha conducido a esta situación: la educación. No hay otro medio por el cual podamos enrumbar verdaderamente nuestra cultura. Y de ese medio, el docente es el principal agente para el cambio. El ¿cómo? Lo dejo como dejaba Sherezada todas las madrugadas sus historias para poder sobrevivir, para que este espacio no se pierda en el papel, en el llenar por llenar y sea un minúsculo paso en ese inmenso trayecto que hay entre el arte de pensar y el aburrimiento de repetir. 

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