Si bien la Ley 1448 de 2011 en el artículo 3 establece que las víctimas son aquellas personas que individual o colectivamente hayan sufrido un daño por hechos ocurridos a partir del 1º de enero de 1985, como consecuencia de infracciones al Derecho Internacional Humanitario o de violaciones graves y manifiestas a las normas internacionales de Derechos Humanos, ocurridas con ocasión del conflicto armado interno, como sujeto histórico claseado, racializado y engenerado diría que todes somos víctimas de esta expresión de la violencia política en Colombia. El solo hecho de haber nacido en este pedacito de Abya Yala nos hace víctimas de una violencia que inició con la invasión europea; se mantuvo en la colonia; se justificó en la independencia; continuó con la guerra entre federalistas vs centralistas; se alargó mil días más hasta convertirse en la guerra bipartidista; y como ningún bando quería soltar el poder se lo repartieron en el Frente Nacional, pero el cambio fue de nombre porque enseguida aparecieron las guerrillas y las Autodefensas Unidas de Colombia, que luego se llamaron paramilitares, con una guerra no muy nueva. Con el narcotráfico tanto en los unos como en los otros hubo una reconfiguración ideológica y práctica: las guerrillas perdieron su horizonte, fracasaron en su intentona revolucionaria, y las autodefensas/paramilitares se volvieron aún más sanguinarios.
Por otro lado, a pesar de cierto periodo de seguridad que significó la desmovilización de las AUC y la promulgación de la Ley de Justicia y Paz (Ley 975 de 2005), las irregularidades que hubo en el proceso permitió que el rearme fuese veloz, incluso de ahí nacieron las Bandas criminales, otro actor violento que tiene presencia en el territorio colombiano. Pero la lógica de expansión de las AUC, que extrañamente encontró asidero en el modelo conservador que se impuso en el país, también apuntó a las instituciones del Estado para captar recursos; es decir, se desviaron recursos, a las buenas o a las malas, de varias universidades públicas de Colombia para los fondos de las AUC, como pasó en la la Universidad del Magdalena, la Universidad de Atlántico y la Universidad de Córdoba, entre otras. De hecho, al año siguiente de la promulgación de la Ley 975 se destaparon los vínculos entre políticos prominentes del país con las AUC, lo que se denominó la parapolítica. Este historial de violencia bien se podría resumir diciendo que la violencia de la colonización se transformó en la violencia política de hoy.
Esta constante en el devenir histórico de Colombia ha quedado registrado en trabajos como, por ejemplo, los dos tomos de La violencia en Colombia de Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña y Germán Guzmán Campos; el libro Historia de la Violencia en Colombia: 1946-2020. Una Mirada Territorial de Jerónimo Ríos Sierra; el informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad del Centro Nacional de Memoria Histórica y todo su acervo de informes; más el reciente informe de la Comisión de la Verdad. Aportes valiosos que nos ayudan a entender el fenómeno violento de Colombia. De hecho, el año pasado se hizo el lanzamiento del libro ¿Del paramilitarismo al paramilitarismo? Radiografía de una paz violenta en Colombia. En él se recogen once artículos que analizan el fenómeno del paramilitarismo, sus reconfiguraciones y cómo han logrado tener presencia en el 70% del territorio colombiano. Pero en un país como el nuestro que en el 2022 el promedio de libros leídos fue de 2,7 libros, más el poco interés de un amplio sector de la política tradicional, esta producción de un pasado violento aún presente terminará por convertirse en recuerdos empolvados de olvido pasivo, el mismo que identificó Joël Candau. Un olvido que afecta a las víctimas, o sea, a todes, al reprimir una historia que termina por repetirse una y otra vez, como si los dioses nos fueran condenados a cargar con la piedra de la violencia.
Ahora bien, no estoy insinuando que el trabajo de académicos e instituciones gubernamentales y no gubernamentales sobre la reconstrucción de la memoria histórica sea un trabajo inútil o que no haya esperanzas en ello. Si bien apenas se están haciendo avances en la identificación y denuncia de los tipos de violencias que persisten en la sociedad colombiana, misoginia, misandria, xenofobia, homofobia, racismo, violencia sexual, violencia de género, acoso callejero, entre otras, estas memorias del pasado deben servirnos para adoptar una conciencia colectiva como víctimas de la violencia política porque es una, de tantas, herencias de la colonización. Basta con haber nacido en Colombia para que todes nos consideremos víctimas y no solo por haber recibido algún daño a partir del primero de enero de 1985 como consecuencia del conflicto armado interno. Cuando nos reconozcamos como víctimas de la violencia política de Colombia, seguramente dejaremos de ponerle adjetivos a la Paz y lograremos avanzar al anhelo de todes.