Crónica de una Visita a Auschwitz-Birkenau

En el tren a Auschwitz estuvimos mi mamá, mi hermana, yo y mi hermanito. Íbamos en un rincón, unos encima de otros. Mi madre era una mujer muy bella, alta y bella. En la mañana, cuando despertamos, nos negamos a reconocerla. Durante la noche su pelo se volvió todo blanco.

SUSANA ALTMAN DE KLEIN

La Segunda Guerra Mundial siempre ha sido un tema de mi interés. Para alguien como yo, que ha vivido en un país en una guerra silenciosa desde hace muchísimos años, las guerras abiertas no dejan de ser un interrogante. Escuchando el programa que dirigía el periodista Alberto Dangond Uribe, Vida del Siglo XX, en nuestro televisor Philips en blanco y negro, creo que comenzó mi constante preocupación por entender este momento histórico que indudablemente cambió el orden mundial. Alemania y Polonia estaban tan distantes en aquellos momentos que me conformaba con ver los mapas de nuestros manuales de geografía. Con el tiempo, aparecieron libros y películas que me abrieron preguntas e inquietudes sobre las posturas de artistas y escritores frente al episodio central de la Segunda Guerra: el Holocausto. Me preguntaba si Heidegger era o no un partidario del nazismo, si Gunter Grass, habiendo sido parte de la Fuerza de Defensa (Wehrmachy) nazi entre los 18 y 20 años, tenía la autoridad moral para recibir el premio Nobel de Literatura en 1999. O si, por el contrario, escritores como Nelly Sachs, Bertolt Brecht, Hermann Broch, Thomas Mann, Robert Musil, Erich Maria Remarque, Stefan Zweig y muchos otros, que optaron por el exilio o mantuvieron una posición crítica frente al nazismo, tenían la razón. También pensaba en Primo Levi, quien, aunque no era alemán, fue recluido en Auschwitz por el régimen de Mussolini y por ser judío, lo que lo llevó más adelante al suicidio. O en Walter Benjamin, quien se quitó la vida en Portbou, en la frontera entre España y Francia, ante la presión de las autoridades nazis en la Francia ocupada.

Estas inquietudes surgieron en un momento en que había iniciado mi carrera de literato en la universidad del partido socialista, la INCCA de Bogotá, que cursaba paralelamente con la de antropología en la Universidad Nacional. Películas como El Pianista, La lista de Schindler, La vida es bella y El último tren a Auschwitz me marcaron profundamente y generaron sentimientos encontrados que afloraron cuando llegué a Auschwitz la semana pasada.

Sentado en una silla en la estación Hauptbahnhof de Berlín, el punto de llegada y salida de la mayoría de los trenes en Alemania me dirigía a Polonia gracias al proyecto Connection Caribbean. ¿Qué sabía de Polonia? Muy poco. Conocía algo de su participación en la guerra, el levantamiento de Varsovia, a Lech Walesa, el expresidente y líder sindical, y a Isaac Bashevis Singer, el escritor ganador del Nobel. Sabía de algunos futbolistas polacos que marcaron un hito importante en el Mundial de Fútbol del ’74: Lato, Deyna, Zmuda, Boniek, y ahora Lewandowski. También descubrí que la moneda no es el euro, sino el zloty, y que el idioma polaco, debido a su tradición católica, se separó del sistema cirílico y mantuvo sus fonemas latinos. Para los oídos de un colombiano, no hay una mínima posibilidad siquiera de intuir de qué le están hablando.

Hay cinco horas de Berlín a Varsovia en un tren de alta velocidad que alcanza los 250 kilómetros por hora. Con un tren de estos en el Caribe colombiano, habría una hora entre Santa Marta y Cartagena, más o menos. A esa velocidad, no se puede ver mucho, pero impacta la cantidad de torres de energía eólica que se ve tanto en Alemania, uno de los principales productores de energía por este medio, como en Polonia, que ha incrementado estas energías en los últimos años. Mi itinerario era Varsovia y luego un transbordo hacia Cracovia. Las estaciones de trenes de Europa son impresionantes y la de Varsovia no es una excepción. Con la ayuda de Google Lens, que resultó ser un asistente invaluable para ignorantes del polaco como yo, llegué a una de las ventanillas para comprar el tiquete de Varsovia a Cracovia. Primer obstáculo: solo había tiquetes para las ocho de la noche y eran las cuatro de la tarde. No había más remedio que recorrer Varsovia con la maleta en mano.

Entre idas y venidas, llegó la hora de partir para Cracovia. Busqué rápidamente en internet un sitio donde quedarme, pues según los cálculos llegaría a las 12 de la noche. Afortunadamente, encontré un hotel llamado Pirania, con un costo de 25 euros la noche, que estaba cerca de la plaza donde me habían citado para salir a las 6 de la mañana a Auschwitz. Aunque parecía fácil, no lo fue tanto llegar a Cracovia, con una lengua totalmente desconocida, a medianoche y con lluvia. Pero, como un ángel de la guarda, un joven polaco me ayudó. Entre mi inglés limitado y mis gestos de angustia, me indicó el camino y, sorprendentemente, me llevó en su bicicleta bajo la lluvia hasta el sitio indicado por Google Maps. Por 20 euros y la urgencia, este hotel era un palacio. Sin pensar mucho, me dormí y me desperté a las cinco de la mañana para correr hacia la Plaza Matejko, el punto de encuentro para la excursión.

Llegué puntual y, al poco tiempo, comenzaron a llegar los demás visitantes, en su mayoría españoles, lo que facilitó el momento para mí. Un hermoso bus nos recogió a la hora señalada. Auschwitz, allá voy. Una aclaración importante: Auschwitz es el nombre alemán, cargado de historia, pero para los polacos es Oświęcim. Después de unas recomendaciones y una hora de camino en el cómodo bus, llegamos a Auschwitz. Los nervios y mis lecturas de adolescente y joven universitario se quedaron congelados cuando vi en la entrada de Auschwitz la frase famosa que está en la puerta principal: «El trabajo te hace libre».

La guía, una joven polaca que hablaba perfecto español, nos explicó que no se podían llevar líquidos calientes ni comer durante el recorrido: no es un museo cualquiera, es un gigantesco cementerio sin tumbas donde más de un millón de personas fueron asesinadas mediante trabajos forzados, ahorcamientos, enfermedades y en la cámara de gas. Tampoco, dijo con cierta tristeza, se deberían tomar selfis, sería como tomarse un selfi al lado de la tumba de la madre o de la hermana violada, ultrajada y asesinada. Son dos campos de concentración: Auschwitz y Birkenau. Comenzamos con Auschwitz, más pequeño que el otro, pero igual de trágico. La voz de la joven guía se quebraba cada vez que explicaba qué era tal o cual sitio. Lo que me pareció interesante en sus relatos es que nunca mencionó a los nazis ni a los judíos; siempre habló de alemanes y polacos.

A lo largo de casi dos horas, presenciamos los vestigios de lo que puede ser la mayor atrocidad humana en la historia. Ver los miles de zapatos agrupados en una gigantesca vitrina, las prótesis que les quitaban a las víctimas para llevarlas a las cámaras de gas, y una vitrina gigante con toneladas de pelo humano que los nazis les arrancaban a las víctimas para venderlo a grandes empresas y fabricar almohadas, pelucas y colchones, es una experiencia sobrecogedora. La banalidad del mal, como la llamó Hannah Arendt, está perfectamente representada en estos espacios siniestros. Las víctimas, en vida, no solo producían complacencia al Führer en su locura descomunal, sino también a las grandes empresas alemanas que utilizaron esta mano de obra esclava para la producción de sus bienes. Incluso en la muerte, las víctimas eran rentables: sus cabellos se reutilizaban, sus objetos valiosos se vendían, y sus bienes eran expropiados.

Una de las cosas que más sorprende es el auge o “desarrollo” de las empresas que vendían el Zyklon B, un pesticida a base de cianuro con el que se asesinó a más de un millón de personas en los campos de concentración. Empresas como Degesch, Testa y IG Farben vendían este producto a los nazis. IG Farben, en particular, se convirtió en una de las empresas químicas más poderosas del mundo en tiempos de guerra. Entre 1942 y 1944, se vendieron 729 toneladas de Zyklon B en Alemania, de las cuales 56 toneladas fueron destinadas a los campos de concentración, con Auschwitz recibiendo 23 toneladas. Una vitrina gigante llena de tarros del veneno es una pequeña muestra de esta atroz práctica.

Birkenau, el segundo campo de concentración, es más grande que Auschwitz. Los alemanes, al verse perdidos y antes de la llegada de los ejércitos rusos, quemaron todo y destruyeron gran parte de las instalaciones. Sus extensos recorridos al aire libre no necesitan de objetos para entender la magnitud de la tragedia: ruinas de lo que fueron las cámaras de gas, los hornos crematorios, en los que miles de personas fueron convertidas en cenizas, que luego se utilizaban como abono para la tierra que los prisioneros debían cultivar.

Escuchando a la joven guía polaca con su voz quebradiza contar los pormenores de esta locura, pensaba en nuestros campos, en los recorridos que deben hacer campesinos, indígenas y afrodescendientes por los territorios confiscados y sacrificados, ordenados por personajes que, como Hitler, creen ser estandartes de la legalidad y la autoridad. Las tragedias humanas no deberían tener dimensiones; matar a un millón o cien mil personas no debería estar en nuestras cuentas, pues nadie debería tener el poder de hacerlo. Pero, como dice Goethe: “No importa cómo llegamos, lo que importa es que estamos aquí”. Para Polonia, el precio ha sido muy duro, pero su recuperación es segura. Una justicia transicional, aunque imperfecta, le ha devuelto la estabilidad. Para nosotros, aunque la tragedia no tiene las mismas dimensiones en cantidad, sí tiene las mismas dimensiones de dolor, humillación e incertidumbre.

Cabizbajo y meditabundo, espero mi tren de regreso a Berlín, comiendo unos Doritos y tomando una Sprite, lo único para lo que no necesito usar Google Lens.

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